La desinformación, la estigmatización y el rechazo del común de la gente son lo que más daño le genera a la psicología de un paciente con VIH.

El desconocimiento de cómo se contrae el VIH es casi generalizado, lo que conlleva a desarrollar un injustificado instinto de repulsión contra el infectado, a quien se estila etiquetar de «enfermo» o «apestado», motivando su exclusión o autoexclusión de la sociedad.

La persona con VIH que conoce su diagnóstico y condición sabe que no tiene por qué morir y que puede continuar con normalidad su vida, toda vez que tenga sexo seguro, use algún antirretroviral (dependiendo del nivel de CD4 en su cuerpo) y se haga un recuento periódico de su carga viral.
Sin embargo, mientras siga viviendo en un estado de ignorancia, no va a poder decir que tiene VIH porque temerá ser apartado. En consecuencia, la sumatoria de ignorancia, demonización y discriminación terminan matándolo.

Por consiguiente, el íntegro del personal de un centro de salud debe intervenir, como un equipo, en el tratamiento de un paciente con VIH: desde el médico, pasando por el enfermero, el obstetra, el técnico, el psiquiatra y el psicólogo, hasta el sociólogo, quien deberá investigar qué es lo que sucede en la población para que, en pleno siglo XXI, esta siga pensando que el uso del preservativo es una molestia que atenúa el placer y la virilidad. Es un imperativo observar este conjunto conductual para tratar de responder la causa que origina que en la comunidad se use tan poco el condón.

De este modo, la necesidad de tener una conciencia de prevención, que significa llevar a cabo, por lo menos dos veces al año, un examen de despistaje de VIH, se convierte en la única forma de que una persona sepa si en su cuerpo se anida o no el virus. El grueso de la población no se realiza esta evaluación por miedo: si una persona se llega a entrar de que tiene VIH sabrá que será difícil continuar con su existencia como si nada hubiese pasado.

El paciente que llega a la fase terminal del VIH, el sida, es el que no ha tenido la responsabilidad, ni el seguimiento, ni tratamiento, ni el apoyo ni la capacidad de solicitar el medicamento que requiere. Tal vez es una persona que ni siquiera logró saber su diagnóstico. Pero aquella persona que sigue el tratamiento y se protege de cualquier enfermedad oportunista, es menos propensa a que llegue a esta fase.

El psicólogo está en la obligación de hablar de manera sencilla con la persona contagiada con VIH, ya que el médico, por una cuestión de tiempo y por la complejidad de su lenguaje técnico, usualmente no lo hace. El psicoterapeuta le brinda soporte emocional al paciente y, aunque en Perú es difícil acceder a su servicio profesional en el sector público, siempre es bienvenida su labor como un complemento al trabajo médico. 

 

 

Lic. Patricia Espinoza Castellares
Psicóloga, comunicadora y orientadora sexual de Inppares
Exconductora del programa <<Sexo a la Medianoche» en Radio Capital.