El coronavirus ataca principalmente al sistema respiratorio superior e inferior. En el superior, el virus ingresa por la boca y fosas nasales, para luego descender al sistema inferior: los pulmones. Ahí, el virus empieza a reprogramar las células sanas para que estas sean copias del virus. De esta manera, comienza a expandirse la infección.

En primer lugar, la protección epitelial de la tráquea se daña así como el tejido pulmonar, por lo que las células que limpian los pulmones de las secreciones, se destruyen. Así, aquellas zonas que han quedado sin protección, terminan siendo un caldo de cultivo para bacterias y gérmenes.

Ante esta evidente infección, nuestro sistema inmune envía un batallón de células inmunológicas para luchar contra el virus, con la finalidad de reparar los daños del tejido pulmonar. Esta acción ocasiona una inflamación en los alvéolos, sin embargo, es normal.

No obstante, puede suceder que nuestro sistema ataque con agresividad y termine dañando a las células sanas del tejido pulmonar, por lo cual, nos haría mas daño. Asimismo, los vasos sanguíneos dañados permiten la filtración de líquidos en los tejidos pulmonares, provocando una pulmonía.

Todo este daño produce, también, lesiones que disminuyen la capacidad pulmonar, lo cual podría ser permanente para el paciente. En algunas situaciones, este ya no podría respirar por sí mismo debido a la inflamación que bloquea los bronquios y alvéolos, por lo tanto, necesitaría ventilación mecánica con oxígeno puro.

En el supuesto más grave, ocurre una reacción inmunológica en la que el sistema de defensa envía una serie de químicos agresivos para combatir el virus, aunque, ello llega afectar a los demás órganos, a largo plazo. Así, cada órgano, en cascada, empieza a fallar. Lo cual termina en la muerte.